Acabo de leer el artículo del historiador y profesor Frank Samaniego y veo que no soy su personaje favorito. Desde hace tres décadas que leo y escucho muchas críticas a mi desempeño como soldado y gobernante en la lucha por la independencia del Perú, pero es la primera vez que en un artículo de internet me llaman "títere de la burguesía gaucha y chilena". Guardo un gran afecto por los peruanos, quienes me honraron recientemente eligiéndome en una encuesta como el héroe extranjero más querido en su país; en consideración a ellos escribo esta carta respondiéndo a quienes me acusan de espúreas motivaciones y maquiavélicas negociaciones durante mi campaña en el País de los Incas.
Desde 1813 en que me incorporé a la causa de la libertad americana luché con lealtad y convicción. Puse mi espada al servicio del gobierno patriota de Buenos Aires y estuve a punto de morir en la batalla de San Lorenzo. Organizé el Ejército de los Andes y cruce la Cordillera dejando a mi amada esposa y pequeña hija. No lo hice por ganar millones, aunque si confieso que tenía sed de honor y gloria. No niego que los intereses comerciales británicos y bonaerenses empujaban la guerra contra los españoles ni que los soldados buscáramos el bienestar económico y el de nuestras familias; pero puedo asegurarles que quienes luchamos aquellos años anhelabamos destruir la despótica dominación hispánica en América para que los más virtuosos e ilustrados construyan una patria donde se goce de cada vez más libertad y fraternidad. Sí, teníamos ideales, aunque después quedamos decepcionados.
Muchos en el Perú me reprochan que no haya hecho la guerra a muerte a los españoles como me exigía Lord Cochrane. Solo les puedo responder que pretendía que su país tenga una transición con la menor destrucción material y derramamiento de sangre peruana posibles. No olvidemos que el grueso de las tropas y milicias coloniales estaban conformadas por criollos, mestizos, indígenas y mulatos nacidos en el Perú. Incluso muchos de los criollos y mestizos más ilustres y preparados eran partidarios de la continuidad del régimen virreinal. Me sorprende escuchar a muchos profesores peruanos que me critican por no haber ordenado un ataque total a Lima con mi ejército, las guerrillas indígenas y los negros fugados, o por no haber aniquilado a las tropas de La Serna en su retirada a la sierra. A ellos les pregunto: qué ganaba el Perú si mis tropas argentino-chilenas destruían su bella capital o permitía que las partidas de montoneros y esclavos fugados masacren a los limeños. De tales hechos, estoy seguro, no iba nacer un orden más justo y democrático.
Les puedo asegurar que durante mi Protectorado trabajé incansablemente por organizar el nuevo Estado, buscando consensos entre los peruanos más preparados. También traté, con todos los medios disponibles, de derrotar al virrey La Serna. Tareas titánicas, comprenderán, ya que la división entre los mismos peruanos era impresionante; me desbordó ... lo reconozco. Por otro lado, las tropas coloniales aún eran muy poderosas y cohesionadas y contaban con el apoyo de muchísimos peruanos.
Me critican mucho también que haya pretendido instaurar una Monarquía Constitucional en el Perú. Les puedo asegurar que no lo hice con el maquiavélico plan de perpetuar injusticias y abusos. Lo hacía por evitar que la anarquía y la guerra civil destruyan el país en las luchas por el poder inherentes a las repúblicas semifeudales de Latinoamérica. Además, los mismos rebeldes peruanos que combatieron con Túpac Amaru II, los hermanos Angulo y Mateo Pumacahua buscaban implantar una monarquía en el Perú. Si busqué que el monarca fuese europeo lo hice convencido que la alianza con una de las casas reales del Viejo Mundo garantizaría la protección y estabilidad que el nuevo estado necesitaba.
No voy a hacer un listado de los aportes positivos de mi gobierno que solo duro un año. Ustedes, los profesores e historiadores, conocen sus logros y limitaciones. Sé que tuve muchos errores, que los peruanos tienen derecho a reprocharme varios desaciertos, pero también confío en que los estudiosos me juzguen en mi época y en mi cotexto. Trataré de seguir respondiendo. Por ahora debo despedirme, Simón Bolívar y Agustín Gamarra quieren pelear de nuevo. Voy a separarlos.
Hasta pronto.
José de San Martín
(Texto: Arturo Gómez)
Desde 1813 en que me incorporé a la causa de la libertad americana luché con lealtad y convicción. Puse mi espada al servicio del gobierno patriota de Buenos Aires y estuve a punto de morir en la batalla de San Lorenzo. Organizé el Ejército de los Andes y cruce la Cordillera dejando a mi amada esposa y pequeña hija. No lo hice por ganar millones, aunque si confieso que tenía sed de honor y gloria. No niego que los intereses comerciales británicos y bonaerenses empujaban la guerra contra los españoles ni que los soldados buscáramos el bienestar económico y el de nuestras familias; pero puedo asegurarles que quienes luchamos aquellos años anhelabamos destruir la despótica dominación hispánica en América para que los más virtuosos e ilustrados construyan una patria donde se goce de cada vez más libertad y fraternidad. Sí, teníamos ideales, aunque después quedamos decepcionados.
Muchos en el Perú me reprochan que no haya hecho la guerra a muerte a los españoles como me exigía Lord Cochrane. Solo les puedo responder que pretendía que su país tenga una transición con la menor destrucción material y derramamiento de sangre peruana posibles. No olvidemos que el grueso de las tropas y milicias coloniales estaban conformadas por criollos, mestizos, indígenas y mulatos nacidos en el Perú. Incluso muchos de los criollos y mestizos más ilustres y preparados eran partidarios de la continuidad del régimen virreinal. Me sorprende escuchar a muchos profesores peruanos que me critican por no haber ordenado un ataque total a Lima con mi ejército, las guerrillas indígenas y los negros fugados, o por no haber aniquilado a las tropas de La Serna en su retirada a la sierra. A ellos les pregunto: qué ganaba el Perú si mis tropas argentino-chilenas destruían su bella capital o permitía que las partidas de montoneros y esclavos fugados masacren a los limeños. De tales hechos, estoy seguro, no iba nacer un orden más justo y democrático.
Les puedo asegurar que durante mi Protectorado trabajé incansablemente por organizar el nuevo Estado, buscando consensos entre los peruanos más preparados. También traté, con todos los medios disponibles, de derrotar al virrey La Serna. Tareas titánicas, comprenderán, ya que la división entre los mismos peruanos era impresionante; me desbordó ... lo reconozco. Por otro lado, las tropas coloniales aún eran muy poderosas y cohesionadas y contaban con el apoyo de muchísimos peruanos.
Me critican mucho también que haya pretendido instaurar una Monarquía Constitucional en el Perú. Les puedo asegurar que no lo hice con el maquiavélico plan de perpetuar injusticias y abusos. Lo hacía por evitar que la anarquía y la guerra civil destruyan el país en las luchas por el poder inherentes a las repúblicas semifeudales de Latinoamérica. Además, los mismos rebeldes peruanos que combatieron con Túpac Amaru II, los hermanos Angulo y Mateo Pumacahua buscaban implantar una monarquía en el Perú. Si busqué que el monarca fuese europeo lo hice convencido que la alianza con una de las casas reales del Viejo Mundo garantizaría la protección y estabilidad que el nuevo estado necesitaba.
No voy a hacer un listado de los aportes positivos de mi gobierno que solo duro un año. Ustedes, los profesores e historiadores, conocen sus logros y limitaciones. Sé que tuve muchos errores, que los peruanos tienen derecho a reprocharme varios desaciertos, pero también confío en que los estudiosos me juzguen en mi época y en mi cotexto. Trataré de seguir respondiendo. Por ahora debo despedirme, Simón Bolívar y Agustín Gamarra quieren pelear de nuevo. Voy a separarlos.
Hasta pronto.
José de San Martín
(Texto: Arturo Gómez)